lunes, diciembre 24, 2007

Calle desierta

Hoy me he despertado con una pregunta que, de vez en cuando, resuena en mi cabeza cuando menos lo espero: ¿Cuántas personas faltan por conocer? Sé que es algo estúpido, que venga lo que venga, el tiempo lo dirá y de nada sirve preguntar algo que no puede hallar respuesta. Pero, aún así, me intriga lo que puede ocurrir en cada esquina, con cada paso, con cada mirada.

En la vida hay personas que, se quiera o no, se terminan conociendo. Son aquellas que parece que el destino te las cruza en tu camino para terminar de moldear “aquello” que todos llevamos dentro. Pero más allá del destino, y sin entrar en ese eterno debate, hay otras que las elegimos nosotros. Una tarde salimos a dar un paseo y vamos por una calle en concreto, no porque lleguemos más rápido o queramos ésa y no otra por algún motivo, sino simplemente… porque sí. Y en esa calle nos cruzamos con una persona, una persona con la que entablamos conversación por algún motivo (trascendente o no). Y esa primera conversación se puede quedar ahí justo al emprender nuestra marcha errática, o ser el comienzo de algo, da igual amor, amistad, odio o lo que cada cual elija y el momento, lugar y compañía permita. Y ese comienzo puede que, sin darnos cuenta, nos marque de por vida de una u otra forma.

Y yo me pregunto: ¿habrá alguien tras esa esquina? ¿Cuántos momentos nuevos faltan por vivir? En realidad, poco importa. Quien quiera venir, que venga y el que no, pues en su derecho estará, pero lo que no deja de maravillarme (de ahí el origen de estas líneas) es cómo puede enmarañarse el tiempo y el espacio para que ocurra tal o cual cosa. Es más, la eterna pregunta de “qué hubiera pasado si…” que juré no volver a hacer, parece que se oculta en cada frase, cada aliento en un atardecer frío, cada paseo a la luz de las farolas en una calle desierta.

En realidad, no es más que un guiño del destino, pero ese guiño me sigue despertando asombro ante la magia de cada nuevo día.

lunes, diciembre 10, 2007

En una calle cualquiera de la ciudad del fin del mundo


Hace unos días, alguien me dijo una frase que me ha dado mucho de lo que pensar. Creí conocer en cierto modo algo de lo que se traslucía, pero resultó completamente equivocado. La realidad era bien distinta. Quizás fuese el frío, la noche o que llevase alguna copa de más lo que llevó a decir eso pero, sea como fuere, lo cierto es que una mínima parte de la ingrata interpretación que le di estaba ahí, mirándome como nunca antes lo había hecho. Y lo peor de todo es que esos ojos a los que miraban podían haber sido los míos.

Nunca había llegado a pensar realmente que pudiera ser, que aquello era un reflejo de un posible futuro, y el miedo me encontró al fin. Y no quise. Decidí coger el toro por los cuernos al menos una vez en la vida, hablar claro y no dejarme llevar por máscaras propias o ajenas. Hacer lo que la conciencia deja escrito en tu interior, mucho más allá de lo que susurra al oído. Y vivir sin miedo, sin una sombra que se esconda en cada esquina, en cada mirada fugaz que busco en desconocidos averiguando un porqué completo.

Esa frase seguirá ahí resonando en mi cabeza durante muchas noches heladas en las que el vaho sea mi amigo y el suelo mojado una cama desde donde observar las estrellas. Y por ello doy las gracias a quien corresponde, aunque no lo sepa, aunque no las merezca, aunque todo cambie y siga igual a la vez, aunque el mundo se parase en ese mismo instante junto con mi aliento y retomase su ritmo al compás de mis pulmones.