miércoles, enero 17, 2007


Una colina. A lo lejos sólo se divisaba la figura tenue de un caballero en su montura. Erguido sobre sus cuartos traseros, el bravo animal esperaba el menor gesto de su amo para arremeter contra la pestilente horda de orcos que le acechaba temerosa en la orilla de un pantano con una niebla verdosa que absorbía luz allá donde tocaban sus dedos. Pronto los necrófagos se alzarían en la noche, debía darse prisa para no combatir con miles de cadáveres purulentos que sólo buscaban despedazar carne humana.

Apretó la diestra alrededor de la empuñadora de su espada, alzándola suavemente, saboreando la matanza que pronto calmaría un poco más la sed de venganza de esa hoja deslumbrante. Arqueó un poco las piernas, era la señal. El corcel se lanzó en busca de sangre, sus ojos rojos delataban un miedo que ya había carcomido su alma, reemplazándola por ira y maldad.

Todo permaneció en silencio durante un instante, luego la carnicería comenzó. Brazos desmembrados caían allí donde el jinete blandía su arma. A un lado y a otro de su camino iban cayendo todos los orcos muertos por su filo, y el caballero no se detenía. Hasta que el último de los desdichados no mordió el polvo con su cabeza separada del cuerpo, no se detuvo.

Bajó de su caballo y lo acarició dulcemente, había amor entre ellos. Era como si se acariciase a sí mismo. Y en verdad que así era. Un maleficio había separado un trozo del alma del caballo para introducirla en el corazón de un bebé. Desde entonces, caballo y caballero, amo y siervo, amigos inseparables, estaban unidos para siempre. Pero de pronto el caballo se desplomó sobre su costado. Una de las lanzas había atravesado su corazón. A cada respiración entrecortada, sus ojos se apagaban, dejando escapar la vida que siempre había mostrado en ellos. El caballero, llorando, desenvainó su arma como si de un ritual se tratase y de un golpe certero degolló al animal.

Al poco, una pira se llevaba los restos de su más fiel compañero de correrías y secretos. Allí, mirando las llamas en el infinito, pensó que ya no tenía sentido seguir matando, que sus días de gloria se los estaba llevando el fuego… y que así debía ser. Se sentó en una piedra lentamente, y allí, en la soledad del bosque y arropado por el rumor de la corriente de un río cercano, murió de pena.